Hace algunas semanas se realizó en Villa María, Córdoba, el II Congreso Nacional del Interior contra la Trata. Allí se reunieron cerca de mil personas, entre participantes de movimientos sociales y ONGs, y unos pocos periodistas (varios de ellos de medios alternativos). Gracias a la labor de estos protagonistas imprescindibles, se ha logrado instalar en los medios masivos y en el ideario social la problemática de la trata de personas para trabajo esclavo y para explotación sexual. Sin embargo, hay una dualidad evidente en varios medios escritos, cuando podemos leer que denuncian la crueldad de la trata, al mismo tiempo que promocionan con total naturalidad el comercio sexual en sus avisos clasificados. O cuando vemos imágenes de allanamientos con rescates de víctimas en los mismos canales de televisión en que se exhiben cuerpos de mujeres como objetos.
Si hacemos el ejercicio de ver las imágenes que aparecen en el buscador más famoso de Internet cuando ponemos “trata de personas”, encontraremos: grilletes, cadenas, niñas que lloran, encierro, mujeres que esconden la cabeza entre las piernas, personas hacinadas, más lágrimas, más cadenas. Seguramente, esas imágenes que aparecen ilustran las representaciones sociales en torno al tema.
La trata y la esclavitud no siempre se revelan de esa manera. Muchas veces el grillete es vulnerabilidad; el encierro, discriminación, y las cadenas no son materiales sino simbólicas.
En 2008, el juez federal Norberto Oyarbide consideró que las formas de explotación de inmigrantes ilegales bolivianos por parte de talleristas respondía a “costumbres y pautas culturales de los pueblos originarios del Altiplano boliviano” y sobreseyó, de esa manera, a tres directivos de la empresa Soho, repitiendo argumentos que legitiman la explotación. En ese fallo, que luego fue revocado por la Cámara, se refirió a esclavistas y esclavizados bolivianos en los términos de “un grupo humano que convive como un ayllu o comunidad familiar extensa originaria de aquella región, que funciona como una especie de cooperativa”. Una cooperativa bastante particular por cierto: mientras unos manejan camionetas lujosas, otros duermen hacinados al lado de las máquinas.
Nuestra sociedad se conmueve con el flagelo de la trata cuando el horror se exhibe, pero es indiferente en igual proporción con respecto a la explotación sexual y laboral cuando este horror se encubre y se enmascara, evadiendo pensar en compra y venta de personas y sin pronunciar la palabra clave: esclavitud.
La prostitución está naturalizada, de la misma manera que está naturalizada la explotación laboral de sectores vulnerables.
Por eso permitimos que bolivianos, santiagueños, paraguayitas y dominicanas, entre otros grupos discriminados y estigmatizados, sean arrojados a esos verdaderos infiernos.
Mientras repudiamos la trata, aceptamos sin discusión la lógica que considera las personas mercancías, el sexo un servicio, los cuerpos cosas que se alquilan y se venden para el placer de otro; la misma que permite que unos pocos se beneficien a pesar del dolor de muchos, y que persigue mayor ganancia a menor costo, aunque para conseguirlo haya que recurrir a la esclavitud.
Si preguntamos acerca de la prostitución, lo que recibimos como respuesta son ideas que legitiman el consumo, garantizando su continuidad, como: “La prostitución es el oficio más viejo del mundo; es un trabajo como cualquier otro que en muchos casos se elige libremente; si bien hay mujeres que se prostituyen por necesidad, a muchas otras les gusta; es un intercambio entre adultos”. Con estas concepciones, que no cuestionan la lógica a la que hacíamos referencia, se describe un fenómeno con una sola faceta: la de la oferta; el cliente es invisible. Si preguntáramos por la trata, seguramente responsabilizaríamos al cliente por el horror. ¿Hablamos, acaso, de otro cliente? La incomodidad se debe, quizás, a que, si nombráramos a los prostituyentes, deberíamos mirar, probablemente, a nuestros padres, hermanos, hijos y maridos; o hasta a nosotros mismos.
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